Marcos y Bobby (Parte 1): Un despertar

viernes, enero 07, 2022

Bobby es el amigo del alma de Marcos. Como cada mañana, Bobby mete prisa a su dueño para que le saque a pasear. Sin embargo, algo extraño sucede.




Un despertar


El sol acababa de asomarse a una habitación pequeña y muy desordenada. Calzoncillos tirados por el suelo, papeles arrugados sobre la mesa y envoltorios de Kit Kat esparcidos por cada rincón hacían del dormitorio un cobertizo humano, donde lo único que parecía estar impecable era el rincón del perro. Su cama de ochenta por cuarenta centímetros, azul marino y de una textura suave como el algodón se encontraba frente al feo y corroído armario de la ropa, creando un contraste muy particular, como si el rey Felipe se colocase al lado de un sintecho. Al lado de la camita estaban el bebedero y el comedero, ambos vacíos — Bobby era tan ansioso con la comida que Marcos se la tenía que racionar, vaciando el cuenco cada noche para que Bobby no se hinchase a pienso.

Aunque el despertador había sonado tres veces, Marcos no estaba por la labor de levantarse. Era domingo, y por ley debería estar prohibido madrugar los domingos. «Ojalá», pensó, pero lo primero era lo primero y Bobby tenía que salir de paseo. «Raro es que no se haya subido ya a mi cama a chupetearme la cara y meterme prisa». Marcos entreabrió un ojo para mirar la hora en el despertador: las 9:13. Bien, tal vez le diese tiempo a descansar un poco más antes de que Bobby le interrumpiese el tremendo placer que supone quedarse en la cama sin hacer nada.

Marcos se dio la vuelta, envolviéndose aún más en las sábanas y dispuesto a echarse otra cabezadita, cuando sintió el peso de Bobby a sus espaldas.

—Estabas tardando, cabroncete.

Antes de que se lanzase a chuparle la cara (como hacía todas las mañanas), Marcos se levantó sin siquiera mirarle y se dirigió al baño. El espejo le devolvió una imagen espantosa: tenía el largo pelo negro enredado y unas ojeras de caballo, que junto con la mirada apesadumbrada y las cejas medio caídas le conferían aspecto de zombi viviente. «Nada que no se solucione con un buen chorro de agua». Echó una meada y volvió a la habitación para vestirse.

—¡Hostia! —exclamó Marcos, pues estuvo a punto de resbalarse con varios trozos de tela de pana con relleno de microfibra de poliéster pegado. Extrañado, lo cogió del suelo— ¿Qué coño…?

Tardó en comprender que eran los restos de un antiguo juguete de Bobby, una serpiente de peluche que tenía un cascabel en la cola y que no paraba de hacer ruido cuando el perro la meneaba con el hocico. Por suerte, el cascabel se desprendió hace tiempo y ahora tan solo era una serpiente a secas. A Bobby le encantaba ese peluche, pero era tan viejo que ya resultaba inservible. Ahora lo usaba para despedazarlo y jugar con el relleno de dentro.

Marcos recogió los restos de la serpiente y los dejó sobre la cama de Bobby. Se acercó a la silla donde tenía amontonada toda la ropa que usaba a diario, y de entre la maraña de camisetas, pantalones y sudaderas, sacó su jersey favorito, uno verde y amarillo a rayas, y unos vaqueros holgados.

—Ya voy, Bobby, ya voy. Espérate un segundo, prisas.

Tardó cuatro minutos en encontrar las zapatillas (escondidas debajo de la cama, junto a la maleta con todos los adornos de Navidad y una caja llena de recuerdos familiares), ponérselas y echarse un último vistazo al espejo para comprobar su alborotado pelo.

—Paso —se dijo a sí mismo tras un intento de peinarse.

Volvió a rebuscar entre la silla, aunque esta vez tuvo que retirar casi toda la ropa para encontrar su viejo gorro de Star Wars. Siempre acudía a él cada vez que su pelo se rebelaba ante el peine, cosa que sucedía más a menudo de lo que a Marcos le gustaría.

—Ale, vamos chico —le dijo a Bobby, al tiempo que guardaba el móvil en el bolsillo y cogía la pequeña bolsa de entrenamiento.

Se dirigió a la cocina, un espacio pequeño pero mucho más limpio que su habitación —probablemente porque su madre le visitaba cada semana y le obligaba a colaborar en la desinfección de toda la casa, excepto del dormitorio, espacio sagrado de Marcos y donde sólo podían entrar él y Bobby. Sacó una salchicha de la nevera y se dispuso a cortarla en trocitos pequeños que iba metiendo en la bolsa de entrenamiento. Procuraba tener mucho cuidado para que no se cayese ninguno, porque Bobby estaba a la que saltaba; si podía pillar un trozo de gratis, lo iba a hacer. Vaya si lo iba a hacer.

Así era su rutina todas las mañanas desde que se mudó al pequeño piso. Como vivía solo, tuvo que acostumbrar a su cuerpo a aguantarse las ganas de desayunar hasta después del paseo de Bobby, que solía durar una media hora. Eso si no se encontraba a Blacky o Lulú, dos labradores que se llevaban muy bien con Bobby y que cada vez que se veían era de obligada costumbre echarse un par de carreras para ver quién se cansaba antes. Una de las veces, mientras Lulú estaba tirada en el suelo y Blacky y Bobby le mordían las orejas, se acercó un pastor alemán de tamaño mediano que no conocían. Les estuvo oliendo durante unos segundos, y antes de que su dueño pudiese frenarle, abrió la boca y se lanzó a por Blacky. El pobre labrador se quedó paralizado, y si no llega a ser por Bobby, que se interpuso entre ellos y consiguió tumbar al pastor alemán, tal vez la situación hubiese terminado mucho peor.

—¡Muy mal, Rex! ¡Perro malo! —le decía el dueño mientras le atizaba con la correa— Verás cuando lleguemos a casa. ¡Eso no se hace!

«Joder, si tratas así al perro normal que se lance a morder», pensó Marcos en aquel momento. Cuando se acercó a comprobar que Bobby estaba bien vio que tenía una pequeña fisura bajo el ojo derecho, que sangraba sutilmente. Aunque la herida no fue a más, le dejó una cicatriz permanente al perro.

Marcos recordó esta anécdota al observar el retrato de Bobby que tenía sobre la mesa de la cocina. Se lo regaló su prima Lucía, que era ilustradora, y calcó a la perfección cada detalle del perro: los ojos color negro azabache, las manchas marrones características del Jack Russell terrier y esas orejas caídas que le otorgaban a Bobby un aspecto dulce y tierno. Incluso agregó al retrato la cicatriz de aquel incidente con el pastor alemán, que ya pasó a ser un rasgo característico del animal.

Cuando hubo terminado de cortar la salchicha y meter todos los trozos en la bolsa de entrenamiento, Marcos se la colgó del pantalón y fue hasta el salón. Allí, en un pequeño armario al lado del sillón guardaba todos los accesorios de Bobby. Cogió su collar, la correa y las bolsas de excrementos, y con todo ello se dispuso a salir del piso.

En el rellano se acordó de que no llevaba la pelota de tenis, y aunque dudó si volver a por ella o no, decidió dar la vuelta y deshacer lo andado. Si no estaban Blacky o Lulú, tenía que conseguir que Bobby se cansase lo más posible, y eso sin la pelota era una ardua tarea. Buscó en el salón; nada. Buscó en la cocina; nada. En el pasillo; tampoco. Finalmente, se adentró en su dormitorio. No recordaba haberla visto por ahí, pero era el único lugar que le quedaba por registrar.

—Bobby, me da a mi que te has quedado sin pelota, chico —dijo Marcos tras recorrer cada centímetro del suelo de su caótica habitación, sin resultado alguno —. Como no esté por aquí, no sé dónde…  

Y entonces ocurrió. 


(Continúa enhttps://oliverpickles7.blogspot.com/2022/01/marcos-y-bobby-parte-2-un-recordar.html)



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