El Camposanto de los Libros Perdidos - Capítulo 7: la cicatriz
lunes, febrero 28, 2022
7. La cicatriz
Un dolor muy intenso en la
cabeza. Los músculos agarrotados, la nariz taponada. Mis dedos cerrados
alrededor de lo que parecía un libro.
Cuando conseguí abrir los
ojos, me encontré en un espacio cuadrado bastante pequeño; estaba tirado en un
suelo negro, y una luz que venía del techo iluminaba la estancia. Deduje que
estábamos en el ascensor, aunque no se notaba ningún movimiento. Al mirar hacia
arriba vi a Bárbara, intacta y colocándose el pelo en el diminuto espejo de
pared. Traté de incorporarme, pero me dolía mucho el culo; seguro que me
saldría un moratón de la caída.
Espera. La caída.
Una niña ensangrentada. Un
extraterrestre con cara de pulpo.
Me puse en pie más rápido de
lo debido, a lo que mi cabeza respondió con un mareo que casi me tira de nuevo
al suelo. Bárbara me sujetó a tiempo.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, sí, bien. ¿Tú? ¿Qué
pasó al final?
Ella frunció el ceño.
—¿Al final de qué?
—Cuando yo me desmayé. Te
escuché correr hacia el armario y hablarle a Carrie mientras Cthulhu destrozaba
la puerta.
Un intenso dolor lacerante en
la mano derecha reclamó mi atención. La cicatriz de la herida de cuchillo que
me había provocado Bárbara en aquel mismo ascensor me palpitaba con
fuerza.
—Wow. Sí que te ha afectado
la caída, chico.
Me puso la mano en la frente
y negó con la cabeza.
—No, fiebre no tienes.
—¡Bárbara! No te hagas la
imbécil. ¿Qué pasó con Carrie? ¿Y Dwarun? ¡Ah!
Otra vez el dolor en la
palma. Me presioné la herida con la otra mano para aliviar el escozor, con poco
resultado.
—Carrie está en el suelo. Ten cuidado, por favor, que bastante
viejos están estos libros como para que los andemos estropeando aún más.
Se agachó y cogió un
ejemplar rojo con el título de Carrie impreso
en letras blancas bajo el nombre de “Stephen King”, que ocupaba casi toda la
portada. Un pequeño cementerio adornaba la esquina inferior derecha. Me entregó
el libro y continuó atusándose el pelo.
¿Qué coño la pasa?
El ascensor dio una pequeña
sacudida y se puso en marcha. Yo me sujeté a las paredes con fuerza, esperando
unos movimientos de montaña rusa que nunca llegaron. Tan solo subíamos, lenta y
despaciosamente. Bárbara me miraba consternada.
—¿Qué haces? —me preguntó.
—¿Me lo estás diciendo en
serio? ¿Vas a hacer como si no hubiese pasado nada allí abajo?
Más confusión en su cara.
Aquello ya me estaba poniendo de los nervios.
—Darío era tu nombre,
¿verdad?
—No hagas como que no te acuerdas.
—Darío —dijo ignorando mi
último comentario—, te has dado un buen golpe en la cabeza. Nada más entrar, el
ascensor pegó una bajada brusca y se quedó bloqueado. Suele pasar, está muy
viejo y no lo usamos casi nunca. Tú te chocaste con la pared y caíste al suelo,
inconsciente.
—Venga ya, déjate de
tonterías.
—Cuando conseguimos llegar
al sótano, cogí un botiquín y te limpié la sangre de la nariz y el corte ese de
la mano. Intenté despertarte, pero estabas sopa, así que te dejé aquí y fui a
buscar el libro que me habías pedido. Luego regresé y seguías inconsciente; pensaba
subir a recepción para llamar a alguna ambulancia o algo, pero veo que ya no
hace falta.
Yo la miraba sin saber si me
estaba vacilando o me decía la verdad. ¿Me lo había imaginado todo?
No. No podía ser, había sido
demasiado real.
Además, todavía me dolía el
culo de la caída y tenía el corte de la mano.
El ascensor dio otra brusca
sacudida y frenó. Las puertas se abrieron con un chirrido metálico; la intensa
luz del sol, reflejada en el suelo de mármol, me obligó a entrecerrar los ojos.
—Muchas gracias, Julián. Ya
te puedes marchar —le dijo Bárbara al hombre que estaba sentado en recepción
mientras caminaba hacia él.
Él emitió un gruñido con la
boca, señalando su muñeca. Bárbara sacó una llave de su bolsillo trasero y se
inclinó sobre él.
Clic.
La espalda de la recepcionista
me tapaba la visión, pero juraría que aquel era el sonido que hacían las
esposas al abrirse. Bárbara guardó en el bolsillo lo que fuese que acababa de
abrir y sujetó a Julián por el brazo, ayudándole a levantarse. Él emitió otro
gruñido, frotándose la muñeca.
—Exagerado, si no hemos
tardado nada. Venga, sigue con tus tareas.
Julián salió de detrás del
escritorio, resoplando. Al pasar por mi lado, nuestra vista se encontró durante
una milésima de segundo: sus profundos ojos negros se clavaron en los míos, y
un terrible escozor acudió de inmediato a la cicatriz de mi mano.
El tal Julián sacó una
pequeña llave y la insertó en una cerradura bajo los botones; unos ruidos
metálicos retumbaron tras las puertas, que se abrieron al cabo de unos
segundos. Julián pasó dentro, volvió a meter la llave en otra cerradura, y
justo antes de que las puertas se juntasen, juré que me guiñaba un ojo.
—Déjame tu carnet, porfa.
Tardé unos segundo en procesar
la petición de Bárbara. Sin apartar la vista del ascensor, saqué mi cartera y
le entregué el viejo carnet blanco y azul con la foto más fea que me podían
haber hecho.
—Perfecto. Pues lo tienes
hasta el miércoles de dentro de dos semanas.
Me entregó el libro con el
carnet, me sonrió amablemente y se enfrascó en su ordenador.
Así, sin más.
Cuando crucé las puertas de
cristal y salí al exterior, una ligera brisa de aire me removió el pelo. Me
giré hacia la biblioteca una última vez, pensando que tal vez mi imaginación me
había jugado una mala pasada. Estando ahí fuera, en mitad de la calle, parecía
imposible que existiesen vampiros, monstruos extraterrestres, elfos con
poderes, jinetes sin cabeza o niñas ensangrentadas con telequinesis.
Mi estómago rugió de hambre.
Enfrente estaba la cafetería a la que iba casi siempre, Roland Lee, así que me
encaminé hacia ella. Dentro solo había una chica joven con una larga bufanda
alrededor del cuello, tecleando en su ordenador. Me senté al lado de la ventana
y pedí mi típico café con leche acompañado de una austera galleta
salada.
Pregunté por el baño.
—Al fondo a la izquierda.
—Muchas gracias.
En el lavabo, sumergí la
cara en agua fresca. Mi reflejo me devolvió una mirada penetrante; las ojeras
se me marcaban bajo mis cansados ojos marrones, y tenía el pelo enmarañado.
Intenté peinármelo con agua, pero el resultado quedó aún peor, así que me
concentré en la pequeña línea roja de la palma de mi mano. Por mucho que
Bárbara dijese que me había estampado contra la pared del ascensor, aquella
cicatriz era demasiado perfecta para ser fruto de la casualidad. Sólo algo lo
suficientemente afilado podía haberlo causado.
Cuando salí del servicio,
estaba tan inmerso contemplando la cicatriz que tropecé con alguien.
—¡Cuidado!
—¡Perdón! No te he visto.
Era la chicha de bufanda
larga y pelo rizado. Se agachó para recoger el contenido de la tote bag que
llevaba colgada al hombro, que por mi culpa había tirado al suelo. Me agaché
para ayudarla: un estuche azul, un pequeño neceser, un paquete de pañuelos.
—Disculpa de nuevo.
—Hasta luego —dijo ella mirando
hacia el suelo, y se encaminó hacia la puerta de salida, apresurada y
resoplando.
Joder, ni que la hubiese empujado aposta.
Al ir a sentarme en mi
sitio, con la mente todavía en aquella antipática chica y sus prisas por huir
de mí, resbalé con un escalón surgido de la nada. No me caí de puro milagro,
pues pude agarrarme a la mesa antes de chocar con el suelo y pegarme otro
culetazo. El camarero hizo ademán de ayudar, pero le dije que estaba bien y que
había sido un susto. Cuando miré hacia abajo para ver cuál había sido la razón
de mi tropiezo, no encontré ningún escalón; en su lugar, había un pequeño
objeto rectangular con letras blancas sobre fondo verde. Un libro viejo.
El Sacrificio de Phyrine, de Hugo Swaddler.
Mi corazón comenzó a
palpitar como los zapatos de un bailarín de claqué contra el suelo. Sentí como
si me acabasen de verter por encima un cubo de agua helada.
No puede ser.
La puerta de la cafetería se
abrió de nuevo y entró la chica de antes con cara de susto. Cuando me vio con
el libro, vino directa hacia mí.
—Menos mal, pensaba que lo
había perdido.
—¿Es de la biblioteca? —le
pregunté, tragando saliva para deshacer la bola que se había formado en mi
garganta.
—Sí. Lo cogí hace unas
semanas. Está muy bien, la verdad —dijo mientras hacía girar el libro en sus
manos. Parecía que el enfado había sido sustituido por alivio.
Hubo un silencio incómodo,
en el que yo continué contemplando el libro y ella miraba la cafetería en busca
de algo que la ayudase a salir de aquel aprieto.
—Bueno, muchas gracias por
encontrarlo. Y disculpa mis maneras de antes, me has pillado desprevenida —dijo
con una sonrisa fugaz, mientras alargaba la mano para estrechar la mía.
—Nada, no te preocu…
Al ir a juntar las palmas,
ambos nos fijamos en lo mismo: la cicatriz. Una pequeña línea roja en la palma
de nuestras manos.
Nos miramos a los ojos. Ella
se fue corriendo. Yo me quedé allí de pie, plantado.
De nuevo, aquella sensación
de parálisis me dominó. Notaba un frio irracional por todo el cuerpo, como si
mi sangre se hubiese congelado y su flujo se hubiese detenido. Mi mente, al
principio inactiva, comenzó a trabajar a toda velocidad, buscándole una
explicación racional a lo que acababa de ver. Sabía que sólo existía una razón,
pero, de alguna manera, mi cerebro se negaba a aceptarlo.
El sonido de cerámica contra
madera me devolvió a la realidad. El camarero había dejado mi taza de café en
la mesa, y mis ojos contemplaron el humo que emanaba de la sustancia marrón.
La mirada de aquella chica
lo había dicho todo. La comprensión, el terror. La incertidumbre de no saber si
había sido real o producto de nuestra imaginación. Las ganas de que fuese
mentira y verdad a la vez. Pero ambos teníamos la misma cicatriz. Del mismo
tamaño. Y en la misma mano.
¿A ella también le escocerá cada vez que habla de lo que
vio allí abajo?
Le eché un último vistazo a
la fachada de la biblioteca. ¿Cuántos secretos podía esconder un simple
edificio? Es verdad que aquel lugar era la única estación a cualquier destino
de tu imaginación, y aquello lo convertía en un lugar mágico.
¿Pero tan mágico?
Tras varios segundos más de reflexión, decidí
prometerme a mí mismo que intentaría olvidar todo lo sucedido. Así que cogí el
libro de Carrie y comencé a leer. Un
pequeño hormigueo me recorría la espina dorsal, poniéndome los pelos de punta.
Sé que suena extraño, pero sentí que entre mis manos tenía una historia
abandonada y perdida, y que yo, tan solo abriendo sus páginas, estaba a punto de
devolverla a la vida.
FIN
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