El Camposanto de los Libros Perdidos - Capítulo 1: el instinto
martes, febrero 22, 2022
1. El instinto
El miércoles pasado hice un descubrimiento
asombroso.
Asombroso, sorprendente, fascinante,
extraordinario, milagroso, desconcertante, aterrador.
Llámalo como quieras, pero no te lo vas a creer.
Y probablemente sea así. Probablemente leas estas
líneas y pienses que solo soy un tarado mental que se ha inventado todo con el
único propósito de obtener algo de atención.
Y algo de
razón llevas. Pero si hay una cosa que te puedo prometer es que todo lo que vas
a leer a continuación, todo, es tan
real como el dolor de una aguja al penetrar tu piel.
O no.
Como cada mañana desde que terminé mis estudios,
desayuné en la cafetería de enfrente de la biblioteca municipal de mi pueblo,
de no más de 3.000 habitantes. Mi típico café con leche acompañado de una
austera galleta salada. Lo normal, vamos. Dos mesas más allá, una chica joven
con una larga bufanda alrededor de su cuello tecleaba en el ordenador. Yo, por
mi parte, tenía el libro al lado del café esperando a ser abierto. Éramos los
dos únicos clientes de la cafetería Roland Lee.
Ese día me había llevado Cuentos de Navidad, de Charles Dickens. No el famoso cuento que
todos conocemos que tiene al viejo Scrooge de protagonista, no. Esta era una
recopilación de varios relatos que el propio Dickens había escrito en
diferentes años de su vida y que habían sido recogidos en un solo libro con el
objetivo de aunarlos todos en un mismo ejemplar. O eso
suponía yo, vamos, no es que me hubiese informado en Internet.
El caso, que me voy por las ramas. Aquel día no
estaba yo muy metido en la historia y mis ojos se iban cada dos por tres a la
puerta de la biblioteca. No por nada en especial, pero es de estas ocasiones en
las que tu mente divaga sola y tu estómago te dice que hagas algo mientras el
cerebro te convence de lo contrario. Y no sabes muy bien por qué.
Algo dentro de mí —la intuición, quizás— me
obligó a cerrar el libro, beberme el poco café que quedaba de un trago, pagar
la cuenta, ponerme el abrigo (¿para qué, si tampoco hacía demasiado frio?) y
salir a la calle. Mis piernas iban solas y caminaban directas a la entrada del
enorme edificio que tenía enfrente.
Bueno,
pues nada. Allá vamos.
Entré a la biblioteca. Un amplio recibidor me
recibió —nunca mejor dicho— con un elegante mostrador circular lleno de
pantallas de ordenador apagadas, a excepción de la del centro. Tras el rectángulo
gris con el símbolo de Apple se encontraba una mujer joven con gafas de pasta gruesa que leía un libro
antiguo, de estos que tiene la tapa de cuero desgastada con el título en letras
pequeñas y doradas.
Me acerqué al mostrador con paso lento y esperé a
que la recepcionista advirtiese mi presencia. Un pequeño carraspeo la ayudó.
—Buenos días —me dijo, cerrando el libro con suavidad y alzando sus ojos para
observarme.
—Buenos días.
Silencio.
Ella me miraba como si esperase algo de mí. Claro
que era yo el cliente, lo que pasa es que en aquel momento, no me preguntéis por qué, no caí en ese pequeño detalle.
—¿Deseas algo? —me ayudó.
—Mm, supongo que sí —dije. Ahora, con el tiempo, imagino
que debí de sonar estúpido, pero la mujer (Bárbara, se llamaba; no es que yo sea mentalista, es que lo ponía en la
etiqueta de su uniforme) fue demasiado amable y tuvo paciencia conmigo.
—Dígame.
—Pues… Eh… Mira, quería saber si me podías ayudar
a encontrar este libro.
Saqué el móvil del bolsillo y abrí la galería de
imágenes. El día anterior había estado buscando una novela de Stephen King que
llevaba tiempo queriendo leer, pero como todavía tenía dos pendientes aparte
del de Cuentos de Navidad, no quise
añadir uno más a la lista. Sin embargo, no sé por qué, le enseñé el pantallazo
que indicaba su localización.
Localización:
Depósito 1
Tipo de
ejemplar: libro adultos
Signatura: D
17991
Título: Carrie
Disponibilidad:
Disponible
Bárbara se quedó un rato pensativa. En aquel
momento advertí que un señor con un carrito de la limpieza salía del ascensor,
justo a mi espalda. Por un momento me asusté, pues era el típico viejo chepudo y con pelos en las orejas que
siempre hace de villano en alguna película de terror y suspense. Le faltaban
varios dientes y tenía una mirada fría bajo unas espesas cejas grises. Además,
el carrito estaba cubierto con una lona, como si
llevase un cadáver oculto.
Bárbara me trajo de vuelta al presente.
—… y mi
compañera está ocupada, por eso me es imposible ir a buscarlo.
—¿Perdona? —le dije. Me había distraído con el
señor del carrito y no había escuchado lo que decía.
Bárbara suspiró.
—Que este libro se encuentra en el depósito, una
sección que está en el sótano de la biblioteca. No está al alcance del público
—añadió, como para asegurarse que la había entendido.
Yo la estuve mirando
unos instantes, tratando de dar con las palabras.
Ah,
bueno, no te preocupes. Si en realidad no quiero el libro, simplemente sentí que tenía que entrar a la biblioteca y
hablar contigo. No me preguntes por qué, porque no lo sé. Un instinto que tuve.
Hala, que tengas un buen día. Sólo
un tarado mental o alguien con muchas ganas de tocar los huevos le diría eso,
así que me callé.
El hombre del carrito de la limpieza estaba
pasando por detrás de mí, murmurando por lo bajo.
Bárbara se fijó en él y una bombilla pareció
encenderse encima de su cabeza.
—¡Julián! —le llamó.
No le
pega nada el nombre, pensé, girándome para observar al susodicho.
—Julián, ven un segundo, por favor. Este chico
quiere un libro del depósito y no puedo dejar el mostrador desatendido, así que
si me hicieses el favor de…
—No —le interrumpió Julián. Su voz era grave y
rasgada, acorde con las espesas cejas
grises y la prominente calva. Sus
ojos azules estaban rodeados de arrugas que emulaban cráteres, y sus labios
eran tan finos que parecían de dibujos animados. El aspecto de un viejo gruñón
en toda regla, vamos—. Baja tú.
Bárbara se quedó un segundo callada, sorprendida.
Imagino que ante semejante falta de respeto, porque aquello fue un momento de
tensión bastante desagradable que yo disfruté enormemente. Me encanta ver a las
personas amables en situaciones como aquella, descubrir cómo reaccionan y si
esa bondad es real o solo una fachada que al mínimo roce se desploma de golpe y
porrazo.
Bárbara parecía ser de las primeras, pues
recuperó la compostura, hizo un gesto quitándole importancia al asunto y dijo:
—Tienes razón, yo soy la responsable de los
libros.
Que
trabajo tan bello, pensé. Encargarse
de los libros.
—Pero también tu superiora. Así que, si eres tan amable, te vas
a sentar en mi silla y vas a esperar a que volvamos del sótano. No tardaremos —añadió, al ver la terrible mirada que le había echado
Julián.
Así que Bárbara se levantó de su silla —bajita,
pelo rubio recogido en una coleta y un
cuerpo escuálido que aparentaba
fragilidad—, agarró a Julián de la muñeca y le
obligó a sentarse con un gesto un tanto brusco, pegándole el brazo al
reposabrazos. Algo que no alcancé a ver hizo clic.
Vaya, y parecía simpática la chiquilla.
Acto seguido, se dirigió
al ascensor. Yo seguía allí parado, con el móvil en una mano y la mochila en la
otra. Mi cerebro tardaba en procesar las situaciones, y fue entonces cuando me
di cuenta de que Bárbara estaba a punto de irse y me iba a dejar solo con aquel
viejo Scrooge llamado Julián.
Uy, no. Bajo ningún concepto.
—¿Puedo ir contigo? —solté instintivamente. Sonó un poco brusco, así que añadí—: Es que me fascinan las bibliotecas y
nunca he estado en el sótano de una.
Bárbara debió de pensar que estaba chalado,
porque se quedó mirándome fijamente intentando analizar si lo decía en serio o
simplemente era un asesino en serie que quería aprovechar la oportunidad de
estar a solas con ella para matarla. Sus
ojos se movían de un lado a otro intentando buscar una respuesta adecuada, hasta que finalmente dijo:
—Vale. Pero no podemos quedarnos mucho, tengo que
atender el mostrador.
Así que, con una
sonrisa de oreja a oreja, pasé al
lado de Julián/Scrooge y me situé junto a Bárbara. Ella sacó un manojo de
llaves e insertó una bastante pequeña en la cerradura del ascensor, justo
debajo de los botones. Una luz se activó en la parte superior, seguida de unos
ruidos bastante extraños, como si una maquinaria muy pesada estuviese
funcionando detrás de aquellas puertas de metal.
Un
ascensor muy viejo, supuse.
Ay, qué equivocado estaba…
Si en aquel momento hubiese sabido lo que me iba
a encontrar en ese misterioso sótano, tal vez me lo hubiese pensado dos veces
antes de acompañar a Bárbara.
(Continúa en: https://oliverpickles7.blogspot.com/2022/02/el-camposanto-de-los-libros-perdidos_01926397235.html)
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