El Camposanto de los Libros Perdidos - Capítulo 2: el impulso

martes, febrero 22, 2022

 





2. El impulso


Las puertas del ascensor se abrieron y Bárbara alzó una mano para indicar que entrase.

Tan solo había un espejo del tamaño de la pantalla de un portátil, por lo que el interior parecía más pequeño de lo que era en realidad. Cuando Bárbara pasó detrás de mí y las puertas se hubieron cerrado, volvió a introducir la llave en otra cerradura idéntica a la anterior. El ascensor comenzó a descender lentamente.

Yo miraba al frente, sin saber muy bien qué decir. Me aburrían aquellas conversaciones sobre el tiempo que parecían ser obligatorias cada vez que entrabas en uno de aquellos aparatos. Me ajusté la mochila a la espalda y guardé el móvil en mi bolsillo.

Puedes dejar la mochila aquí, en el ascensor. Te va a estorbar cuando salgamos —dijo Bárbara, que no había parado de observarme desde que el ascensor se había puesto en marcha.

—Pero, ¿y si alguien…?

—Solo los empleados tenemos acceso. Y existe una única llave —dijo, agitando el manojo de llaves y señalando una muy oxidada.

Bueno… Vale.

Por un lado, agradecía liberarme del peso, así que me descolgué la mochila del hombro y la dejé en el suelo, estirando la espalda. Bárbara asintió, satisfecha, y continuó examinándome. Sus ojos parecían buscar algún indicio de algo. ¿El qué? No tenía ni idea, pero incómodo era un rato.

Cuando por fin había encontrado un tema de conversación lo suficientemente interesante como para no tener que mencionar el buen tiempo que hacía, una brusca sacudida del ascensor me hizo perder el equilibrio. Con un movimiento totalmente ridículo en el que intenté agarrarme al aire, tropecé con la mochila y caí al suelo golpeándome la nariz, que empezó a sangrar enseguida.

Genial. Qué ridículo estoy haciendo.

Bárbara, sin inmutarse demasiado, sacó un pañuelo de tela del bolsillo y me lo ofreció. Lo presioné contra la nariz en un intento de cortar la hemorragia mientras me incorporaba lo más elegantemente posible. Noté que el ascensor se había detenido, pero las puertas permanecían cerradas.

—¿Se ha estrope…?

—Escúchame bien, Darío —me interrumpió ella, clavando sus ojos en los míos sin ni siquiera parpadear.

¿Cómo coño sabe mi nombre?

—Me tienes que prometer una cosa. Es muy importante.

No, si al final resulta que la loca en esta historia eres tú.

Me había quedado paralizado. Solo pude tragar saliva y asentir, todavía presionando el pañuelo contra la nariz.

—Sea lo que sea que veas aquí abajo, tienes que jurarme por tu vida que no vas a decir nada. Nunca. A nadie. ¿Me lo prometes?

¿Qué… qué hay aquí abajo?

Todo pensamiento se esfumó de mi mente y dio paso a un pavor absoluto. La sangre de mis venas pareció acumularse en los pies y solo notaba el retumbar del corazón resonando por todo mi cuerpo. ¿Aquella chica iba en serio, o simplemente pretendía asustarme y reírse de mí?

—¿Sí o no? —preguntó, tajante.

La sonrisa de Bárbara brillaba por su ausencia. Su cuerpo había adoptado una postura rígida, alerta. Aquello iba en serio. Aunque los cinco sentidos me impulsaban a largarme de allí como fuese, un sexto obligó a mis cuerdas vocales a pronunciar tres palabras que me pillaron por sorpresa.

—Sí, lo prometo.

¿Qué coño estoy haciendo?

—Perfecto. Extiende tu mano palma arriba.

La situación me estaba empezando a perturbar mucho, y mi cerebro trabajaba a toda velocidad para digerir lo que sucedía y adelantarse a posibles imprevistos. Así que, en lugar de hacer lo que me pedía, llevé ambos brazos a la espalda, ocultándolos de Bárbara. Sin embargo, no me dio tiempo a reaccionar lo suficientemente rápido, más que nada porque la mano de aquella escuálida chica agarró la mía con una fuerza impropia para alguien de su musculatura. Con un movimiento certero, clavó el filo de un diminuto cuchillo en mi palma (¡¿de dónde narices lo ha sacado?!) y lo guardó con la misma agilidad con la que lo había hecho aparecer.

—¡Hostia puta!

Aquella acción había durado apenas un segundo. No obstante, el corte comenzó a sangrar casi de inmediato.

¡Joder! ¡¿Estás puto loca o qué coño te pasa?! —le grité sin pensar, liberando toda la tensión que había acumulado en esos últimos minutos.

Con aquel incidente había dejado caer el pañuelo al suelo. Me agaché a recogerlo sin apartar la vista de Bárbara y lo envolví alrededor de la mano herida, apretando con fuerza. Una pequeña línea roja manchó la tela blanca.

—Es la única manera de asegurarme que vas a cumplir tu promesa, Darío.

—¿Haciéndome un corte en la mano? ¡No había otra forma, no! —le dije en voz más alta de lo normal. Hablarle de aquella manera a una chica con un cuchillo afilado que podría estar dispuesta a usar de nuevo tal vez no era lo más adecuado, pero la adrenalina me invadió y no lo pude evitar—. Si te llegas a pasar de fuerza, tal vez ahora tuviese un muñón, pedazo de tarada mental.

Bárbara se encogió de hombros.

—Ya estamos listos —dijo ignorando mis insultos y apretando un botón que estaba debajo de la cerradura.

Juraría que hace unos instantes ese botón no estaba ahí, pensé, pero no me dio tiempo a reflexionar mucho más.

El ascensor dio otra fuerte sacudida y salió disparado hacia… ¿Atrás?

El impulso me empujó hacia delante y mi nariz se estampó contra las puertas metálicas con un sonoro crack. Bárbara me sujetó del brazo.

—Agárrate a mí, que vienen curvas.

En efecto, aquel ascensor ya no bajaba lentamente. En su lugar, parecía una montaña rusa que subía, viraba, hacía tirabuzones y se desviaba en todas las direcciones habidas y por haber. Perdiendo la poca dignidad que me quedaba y olvidando el pequeño incidente con el cuchillo, me agarré a la cintura de Bárbara cual niño que tiene miedo y abraza a su madre, asegurándome así que si yo caía, ella caería conmigo. Sin embargo, sus deportivas blancas parecían estar firmemente sujetas al suelo. No se movía ni un ápice la jodía.

El ascensor continuó zarandeándose a la derecha, izquierda, subió ligeramente para luego pegar una brusca bajada que me revolvió el estómago —verás dónde va a parar el café del desayuno—, fue hacia atrás, giró de nuevo a la izquierda y con un último impulso se detuvo.

Bárbara se zafó de mí y se situó ante las puertas metálicas. Mi cabeza daba tantas vueltas que tuve que sujetarme a las paredes para no perder el equilibrio. No tenía ni idea de si lo que acababa de suceder había sido real o producto de mi imaginación, porque, si no recordaba mal, íbamos a bajar a un austero sótano de la biblioteca municipal del pueblo, no a subirnos en una puta montaña rusa digna de marear hasta a la mejor peonza jamás fabricada.

Mientras las puertas del ascensor se abrían y yo seguía intentado recuperar el equilibrio (nunca me habían gustado las atracciones que daban vueltas), Bárbara se giró y dijo, sonriendo:

—Bienvenido al Camposanto de los Libros Perdidos.


(Continúa en: https://oliverpickles7.blogspot.com/2022/02/el-camposanto-de-los-libros-perdidos_01375828257.html)


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