El Camposanto de los Libros Perdidos - Capítulo 3: el portal

miércoles, febrero 23, 2022

 





3. El portal


Bárbara salió del ascensor; yo la imité a duras penas. No pensaba quedarme en aquel maldito aparato ni un segundo más.

Había dicho que estábamos en el ¿Camposanto de los Libros Perdidos?, pero ante mí solo había un oscuro pasillo de piedra iluminado por antorchas al más puro estilo medieval. Al fondo no se apreciaba más que oscuridad, y el aire estaba cargado de humedad. Bárbara cogió una de las antorchas de la pared y, sujetándola a modo de linterna, se puso a caminar.

Mis únicas opciones eran seguirla o quedarme en aquel ascensor del demonio e intentar regresar a la recepción. Sabía que no había forma de subir si no era con la llave, y como la mera idea de robársela me resultaba impensable, activé la aplicación de la linterna del móvil y caminé tras ella, a una distancia prudencial. Por si las moscas. La imagen debía resultar, cuanto menos, rocambolesca. Una chica huesuda sujetando una antorcha seguida de un chaval fornido muerto de miedo caminando por un oscuro pasillo muy probablemente lleno de ratas. Digno de película, vamos.

No recuerdo cuánto tiempo estuvimos caminando. Seguramente fuese poco, pero a mí se me hizo eterno.

­­—Bárbara… ¿Qué es el Camposanto de los Libros Perdidos, y por qué cojones parece que estamos metidos en una película de Indiana Jones? —le pregunté intentando controlar el tembleque de mi voz.

—Es el gran secreto de todas las bibliotecas, Darío —dijo ella sin parar de caminar. La imagen de aquella chica sujetando un cuchillo parecía muy lejana; ya no quedaba ni rastro de su actitud brusca y agresiva. Aun así, no bajé la guardia—. Muy poca gente sabe de su existencia, y mucho menos ha podido verlo con sus propios ojos.

—¿Y qué tengo yo de especial?

Bárbara se giró y detuvo el paso. Estuve a punto de chocar con ella; por un segundo, nuestras caras quedaron a tres centímetros de distancia. Podía sentir su aliento y distinguir cada poro negro de su piel. Rápidamente di un paso atrás, alejándome y rascándome la nuca. Notaba calor en la cara. Seguro que me había puesto colorado…

Me cago en todo.

—Porque va a ser divertido ­—respondió, dándose la vuelta y retomando el camino.

Al cabo de unos minutos llegamos al final del túnel, una explanada mucho más amplia que el pasillo que dejábamos atrás. Había un único problema: no tenía salida. Una pared de piedra lisa nos bloqueaba el camino.

Estuve a punto de dar marcha atrás por mi cuenta y regresar al ascensor; al fin y al cabo, estábamos perdiendo el tiempo y solo me apetecía salir de aquel extraño sótano y volver a respirar aire fresco, no aquella humedad cargada de olores nauseabundos. Sin embargo, Bárbara acercó la antorcha a la pared y la agitó suavemente. El fuego bailaba de un lado a otro con un movimiento hipnótico, y una pequeña llama pareció desprenderse de la antorcha y posarse sobre la superficie de tierra.

Al instante, un resplandor lumínico cubrió gran parte de la pared y me deslumbró por completo. Cubriéndome los ojos con ambas manos, pude llegar a distinguir cómo las llamas se extendían por toda la superficie y formaban un inmenso rectángulo. Y tan pronto como aparecieron, se esfumaron. Abrí los ojos; no pude evitar soltar un suspiro de exclamación al ver lo que tenía enfrente. Una majestuosa puerta dorada se había ¿materializado? ante nosotros. Era gigante y parecía estar hecha de la mismísima piedra. Me acerqué y por curiosidad toqué la superficie dorada y brillante, sobre la cual mis dedos se deslizaron suaves.

—¿Es…?

—Oro —terminó Bárbara, que miraba la puerta con fascinación.

Durante unos segundos, mi incredulidad se suspendió y me dejé llevar por la magia que emanaba de aquel lugar. Me olvidé del pasillo angosto y oscuro y puse toda mi atención en aquella obra de arte. Medía por lo menos tres metros de alto, y estaba compuesta por dos hojas. En ambas había un libro tallado a modo de decoración: en la de la izquierda, el libro estaba abierto y lleno de estrellitas saliendo de su interior, mientras que en la de la derecha estaba cerrado y medio enterrado en el suelo.

—La vida de los libros —dijo Bárbara, acercándose y acariciando la puerta doble—. Mucha gente no lo sabe, pero también tienen su propio ciclo vital. Lo que pasa es que es diferente al nuestro, y si hay algo que le cuesta entender al ser humano es la diferencia. Eso es lo que representa esta puerta.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero una extraña vibración se había instalado en el aire. Y parecía venir de la mismísima puerta.

—Un libro nuevo rebosa energía y belleza —dijo señalando la parte izquierda—, y está deseando ser abierto para mostrar por primera vez todo lo que guarda en su interior. —Bárbara se acercó a la puerta derecha y acariciando la talla del libro enterrado, murmuró—: Pero un libro antiguo posee algo que los nuevos no tienen: experiencia.

Se recogió un mechón de pelo revoltoso tras la oreja y fijó sus ojos en los míos.

—Cuando has entrado a la biblioteca y me has enseñado el libro que querías, algo aquí detrás ha despertado —dijo, señalando la puerta—. Algo grande, Darío. Y tú lo has provocado.

Uy.

Aquello ya se estaba desmadrando.

—¿Qué…? Vale, algo se ha despertado. ¿Qué hay, algún monstruo aquí detrás esperando a devorarnos? —Los labios de Bárbara se juntaron formando una muy leve sonrisa—. ¿Estás de coña, no? —Pero yo sabía muy bien que aquello no era ninguna broma—. ¿Algo malo?

Bárbara negó con la cabeza.

—Qué va. Todo lo contrario —dijo con voz suave—. Has despertado vida.

Con esas tres últimas palabras, las grandes puertas doradas se abrieron de par en par emitiendo un crujido sobrecogedor. Una ráfaga de aire caliente me despeinó el flequillo y agitó la blusa de Bárbara, que sonreía mientras miraba algo que yo no conseguía apreciar. Algo, o alguien, parecía encontrarse ante nosotros.

—Hola, Dwarun —dijo Bárbara.

Vale, era un alguien. Al principio solo pude distinguir dos grandes ojos redondos de un color azul mar, pero en cuanto las puertas se abrieron del todo me llevé una mano a la boca.

Aquello era un ser vivo, eso seguro.

¿Humano? No creo.

Del tamaño de un enano, un enorme gorro que parecía estar hecho de hojas de árbol coronaba su peluda cabeza. Tenía la cara regordeta y llena de arrugas, con una nariz achatada como si la hubiesen aplastado de un puñetazo. Los ropajes eran del mismo estilo que el gorro, formados por hojas y ramas que cubrían cada parte de su pequeño cuerpo. Pero el culmen de todo aquello eran los zapatos: hechos de lo que parecía ser madera, unas finas raíces salían de la suela y se fusionaban con la pierna, formando un enredo digno de la más surrealista de las modas.

Cualquier fan de la fantasía habría jurado que aquello era una mezcla entre enano y elfo.

—Me alegro de verte, Bárbara —dijo el ser arbóreo con una sonrisa que enfatizó sus arrugas. Su voz era vibrante y profunda como la tierra—. Hacía mucho tiempo que no nos hacías una visita aquí abajo.

—Ya sabes, las normas son las normas. Solo puedo bajar a por…

—Sí, sí, estoy familiarizado con las normas, jovencita —le cortó Dwarun, gesticulando con la mano. Se había fijado en mí—. Supongo que esta es la razón por la que habéis venido.

—Exacto —dijo Bárbara—. Te presento a Darío. Darío, este es Dwarun, el Protector del Camposanto de los Libros Perdidos.

El enano/elfo se acercó a mí y extendió una regordeta mano. Yo alargué la mía y se la estreché con miramientos, dándome cuenta tarde de que era la que estaba herida. En cuanto mi palma rozó la piel de aquel ser, un leve hormigueo me recorrió el brazo e invadió todo mi cuerpo, instalándose en el pecho. La sangre desapareció, y la herida fue sustituida por una ligera cicatriz.

—¿Cómo…?

—Encantado, Darío. Siempre es un placer conocer a gente como tú —dijo Dwarun sonriente. Intenté comprobar si su mano tenía restos de mi sangre, pero estaba firmemente agarrada a un largo bastón.

—¿Gente como yo? —pregunté, mirando a Bárbara—. ¿Qué quiere decir, gente como yo? ¿Y se puede saber de qué narices va disfrazado?

Las cejas de Bárbara se alzaron escépticas; antes de que pudiese responder, Dwarun la cortó:

—No es un disfraz, jovencito. Soy un Custos Dryadalis, un elfo guardián que custodia las puertas al Camposanto de los Libros Perdidos. Tras este portal se halla un mundo enteramente desconocido para los mortales, y a la vez tremendamente familiar. Un mundo construido por la imaginación de los de tu especie, pero que ha quedado en el olvido y ha sido enterrado bajo lo que llamáis «biblioteca».

Dwarun se acercó a la majestuosa puerta de oro e hizo un gesto invitándonos a pasar.

—Muy pocas veces al año se abren estas puertas. Hoy, querido amigo —dijo, apuntándome con el dedo índice—, nos has devuelto a la vida. Por eso eres nuestro invitado de honor. Adelante, por favor.

Y pensar que yo solo quería un libro de Stephen King…


(Continúa en: https://oliverpickles7.blogspot.com/2022/02/el-camposanto-de-los-libros-perdidos_01112872148.html)


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