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Oliver Pickles

Jorge Luis Borges decía: «El verbo "leer", como el verbo "amar" y el verbo "soñar", no soporta el modo imperativo». Así que si quieres, y solo si quieres, te invito a adentrarte en las historias que escribe este chaval apasionado de la lectura.

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    Un nuevo empezar


    —¡¿Qué coño quieres, hostia?! —Marcos abrió la puerta de golpe.

    En el rellano se encontró a una chica alta y regordeta, que iba abrigada con anorak y un gorro de lana amarillo. En una de las manos sujetaba una correa, en cuyo extremo se encontraba Lulú; en la otra, apretaba una manta contra su cuerpo.

    —Hola, Marcos —Kate le sonrió con ternura—. ¿Qué tal estás?

    —Bueno… —a Marcos le pilló tan de sorpresa que no supo responder. Simulando frotarse los ojos, se limpió las lágrimas como pudo— ¿Qué haces aquí, Kate?

    Lulú se acercó a Marcos y se restregó contra su rodilla, esperando que él la acariciase. Marcos no movió un dedo.

    —Llevamos más de un mes sin verte. Te echamos de menos.

    —Kate, yo…

    —No hace falta que digas nada, Marcos. No puedo ni imaginarme lo difícil que tiene que ser. Cada vez que veo jugar a Lulú y Blacky me acuerdo de tu Bobby, no puedo evitarlo —al escuchar el nombre de Bobby, Lulú giró la cabeza en busca de su amigo perruno. Marcos cerró los ojos, intentando aguantar el tsunami que estaba a punto de ahogarle—. Tienes el alma rota en pedazos y sé que ahora mismo nada puede recomponerla. Tan solo espero que esto te ayude a recuperar un pequeño trozo —Kate le tendió la manta.

    En su interior se encontraba un pequeño cachorro blanco con ojos azules que se removió, acomodándose. Marcos lo observó impasible.

    —Se lo encontró mi marido abandonado en una caja al lado del contenedor de la basura. Alguien se deshizo de él, y ni siquiera tuvo la decencia de dejarle en alguna protectora —Kate se acercó a Marcos y acarició al pequeño cachorro—. No es, ni será nunca, Bobby. Pero se merece una oportunidad, ¿no crees?

    Marcos se sorbió la nariz. Alzó una mano y la acercó suavemente al cachorro, que se encogió de miedo.

    —Sh, sh, tranquilo. No te va a hacer ningún daño —le susurró Kate con ternura.

    Por primera vez, el cachorro fijó sus brillantes ojos azules en Marcos y lanzó un pequeño ladrido. Marcos intentó acariciarle de nuevo, y esta vez el cachorro le lamió el dedo.

    —Cuídate mucho, Marcos —se despidió Kate, y sin más dilación, tiró de la correa de Lulú y bajó las escaleras. Ella tampoco quería que la viese llorar.

    Marcos seguía bloqueado, sin saber muy bien cómo reaccionar. Instintivamente, se dio la vuelta y entró a su casa. Dejó al pequeño cachorro en el suelo y observó cómo se movía por el pasillo, andando torpemente e inspeccionando cada rincón del piso. Se metió al salón, inclinó sus patitas traseras y dejó un regalito en forma de charco en el parqué. Marcos cogió la fregona y lo limpió, sintiendo un déjà vu muy grande.

    «No puedo hacerlo». Aún era demasiado pronto, no se sentía preparado.

    Dejó la fregona en la cocina y cuando regresó al salón, no vio al cachorro por ninguna parte. Inspeccionó el pasillo en su búsqueda. «A ver cómo le digo a Kate que se busque a otra persona». Tampoco estaba en la cocina. «No tendría que haber abierto la puerta, qué gilipollas soy». Al entrar en su habitación, advirtió una forma blanca y peluda al lado de su cama. Tenía algo entre los dientes.

    —¡Oye! ¿Qué tienes ahí? No me vayas a destrozar las zapatillas, que son… —pero Marcos se interrumpió de inmediato.

    El cachorro había cogido la vieja serpiente de peluche y la estaba mordisqueando, tal y como hacía Bobby. Sujetándola entre los dientes, se la llevó a la camita de ochenta por cuarenta, azul marino y de una textura suave como el algodón. Parecía demasiado grande para él, pero el cachorro se acomodó en ella y siguió jugueteando con la serpiente.

    Marcos se acercó despacio y, arrodillándose, observó a aquella mancha blanca y peluda. Se llevó una mano al corazón.

    Clic.

    —Hola, pequeña Kyra.

    Algo había empezado a recomponerse en su interior.


                                                FIN


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    Un recordar


    Como cada mañana desde aquel suceso, Marcos se percató de la vasija negra que reposaba sobre el escritorio. Era del tamaño de una botella de agua pequeña, pero bastante más ancha. Estaba tapada, y en el centro con letras doradas se podía leer un nombre.

    Marcos se quedó quieto durante unos segundos. Después, como cada mañana desde aquel suceso, se acercó lentamente y cogió la vasija. Su mano temblaba, impotente. Algo dentro de él se rompió en mil pedazos. Le fallaron las fuerzas y cayó al suelo, mientras las lágrimas se asomaban a sus ojos deseosas de liberar todo el dolor acumulado.

    Le pareció escuchar los pasos de Bobby entrando en la habitación, pero cuando alzó la cabeza para mirar la puerta no vio nada. Secándose las lágrimas con la manga, sujetó la vasija con ambas manos y observó fijamente la plaquita dorada con el nombre.

    «Bobby».

    «Está muerto», pensó. «Está muerto, y no va a volver».

    Como cada mañana desde aquel suceso, Marcos se repetía esa frase, deseoso de que fuese mentira y a la vez verdad, deseoso de terminar con el sufrimiento que le comía por dentro. La imagen de su querido Jack Russell terrier le vino a la mente, tan real que parecía que estaba ahí, a su lado, a la espera de que Marcos le acariciase la cabeza como a él tanto le gustaba.  

    «Bobby». Acercó la vasija con sus cenizas al pecho, cerca del corazón. Ese era el único lugar donde Bobby seguía más vivo que nunca.

    Como cada mañana desde aquel suceso, Marcos estuvo todo el día tirado en el suelo aferrando las cenizas de Bobby. No desayunó, no se duchó, no salió a trabajar. Tan solo quería estar acompañado de su mejor amigo. Ni siquiera cogió el teléfono, que no paró de sonar con aquel ruido tan molesto. Ya nada importaba. Nada tenía sentido.

    Se quedó dormido en esa postura. Bobby le volvió a visitar en sueños, como cada noche. Jugaron, rieron, se mordieron, se lamieron. Por unos segundos, Marcos volvió al pasado y saboreó cada momento con su amigo del alma, sabiendo que no era real, que en cualquier momento despertaría. Sin embargo, Bobby hizo algo extraño, algo que nunca antes había hecho en su subconsciente. Después de lanzarse a por Marcos y lamerle la cara de arriba abajo, el perro se separó de su dueño. Le observó fijamente a los ojos, y con un último ladrido se marchó. Desapareció.

    ¡DIN DONG! Marcos de despertó sobresaltado. Durante un segundo, miró hacia la cama de Bobby, esperando verle tumbado y moviendo su cola. Pero no fue así.

    ¡DING DONG! Se limpió la baba que le resbalaba por la mejilla. Cuando fue a levantarse, hizo amago de coger la vasija que tenía en su regazo. Pero no había nada.

    ¡DING DONG! Marcos miró hacia los lados, por si se le había resbalado mientras dormía. Buscó debajo de la cama, entre la ropa sucia; recorrió cada esquina de su habitación buscando los restos de Bobby. Era lo único que le quedaba de él, lo único a lo que podía aferrarse.

    ¡DING DONG!

    —¡Cállate, joder! —le gritó Marcos a la puerta. Salió de su dormitorio y registró el pasillo, la cocina, el salón.

    «Tiene que estar por algún lado. ¿Dónde cojones la habré dejado?».

    ¡DING…!

    —¡¿Qué coño quieres, hostia?! —Marcos abrió la puerta de golpe.


    (Continúa en: https://oliverpickles7.blogspot.com/2022/01/marcos-y-bobby-parte-3-un-nuevo-empezar.html)

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    Bobby es el amigo del alma de Marcos. Como cada mañana, Bobby mete prisa a su dueño para que le saque a pasear. Sin embargo, algo extraño sucede.




    Un despertar


    El sol acababa de asomarse a una habitación pequeña y muy desordenada. Calzoncillos tirados por el suelo, papeles arrugados sobre la mesa y envoltorios de Kit Kat esparcidos por cada rincón hacían del dormitorio un cobertizo humano, donde lo único que parecía estar impecable era el rincón del perro. Su cama de ochenta por cuarenta centímetros, azul marino y de una textura suave como el algodón se encontraba frente al feo y corroído armario de la ropa, creando un contraste muy particular, como si el rey Felipe se colocase al lado de un sintecho. Al lado de la camita estaban el bebedero y el comedero, ambos vacíos — Bobby era tan ansioso con la comida que Marcos se la tenía que racionar, vaciando el cuenco cada noche para que Bobby no se hinchase a pienso.

    Aunque el despertador había sonado tres veces, Marcos no estaba por la labor de levantarse. Era domingo, y por ley debería estar prohibido madrugar los domingos. «Ojalá», pensó, pero lo primero era lo primero y Bobby tenía que salir de paseo. «Raro es que no se haya subido ya a mi cama a chupetearme la cara y meterme prisa». Marcos entreabrió un ojo para mirar la hora en el despertador: las 9:13. Bien, tal vez le diese tiempo a descansar un poco más antes de que Bobby le interrumpiese el tremendo placer que supone quedarse en la cama sin hacer nada.

    Marcos se dio la vuelta, envolviéndose aún más en las sábanas y dispuesto a echarse otra cabezadita, cuando sintió el peso de Bobby a sus espaldas.

    —Estabas tardando, cabroncete.

    Antes de que se lanzase a chuparle la cara (como hacía todas las mañanas), Marcos se levantó sin siquiera mirarle y se dirigió al baño. El espejo le devolvió una imagen espantosa: tenía el largo pelo negro enredado y unas ojeras de caballo, que junto con la mirada apesadumbrada y las cejas medio caídas le conferían aspecto de zombi viviente. «Nada que no se solucione con un buen chorro de agua». Echó una meada y volvió a la habitación para vestirse.

    —¡Hostia! —exclamó Marcos, pues estuvo a punto de resbalarse con varios trozos de tela de pana con relleno de microfibra de poliéster pegado. Extrañado, lo cogió del suelo— ¿Qué coño…?

    Tardó en comprender que eran los restos de un antiguo juguete de Bobby, una serpiente de peluche que tenía un cascabel en la cola y que no paraba de hacer ruido cuando el perro la meneaba con el hocico. Por suerte, el cascabel se desprendió hace tiempo y ahora tan solo era una serpiente a secas. A Bobby le encantaba ese peluche, pero era tan viejo que ya resultaba inservible. Ahora lo usaba para despedazarlo y jugar con el relleno de dentro.

    Marcos recogió los restos de la serpiente y los dejó sobre la cama de Bobby. Se acercó a la silla donde tenía amontonada toda la ropa que usaba a diario, y de entre la maraña de camisetas, pantalones y sudaderas, sacó su jersey favorito, uno verde y amarillo a rayas, y unos vaqueros holgados.

    —Ya voy, Bobby, ya voy. Espérate un segundo, prisas.

    Tardó cuatro minutos en encontrar las zapatillas (escondidas debajo de la cama, junto a la maleta con todos los adornos de Navidad y una caja llena de recuerdos familiares), ponérselas y echarse un último vistazo al espejo para comprobar su alborotado pelo.

    —Paso —se dijo a sí mismo tras un intento de peinarse.

    Volvió a rebuscar entre la silla, aunque esta vez tuvo que retirar casi toda la ropa para encontrar su viejo gorro de Star Wars. Siempre acudía a él cada vez que su pelo se rebelaba ante el peine, cosa que sucedía más a menudo de lo que a Marcos le gustaría.

    —Ale, vamos chico —le dijo a Bobby, al tiempo que guardaba el móvil en el bolsillo y cogía la pequeña bolsa de entrenamiento.

    Se dirigió a la cocina, un espacio pequeño pero mucho más limpio que su habitación —probablemente porque su madre le visitaba cada semana y le obligaba a colaborar en la desinfección de toda la casa, excepto del dormitorio, espacio sagrado de Marcos y donde sólo podían entrar él y Bobby. Sacó una salchicha de la nevera y se dispuso a cortarla en trocitos pequeños que iba metiendo en la bolsa de entrenamiento. Procuraba tener mucho cuidado para que no se cayese ninguno, porque Bobby estaba a la que saltaba; si podía pillar un trozo de gratis, lo iba a hacer. Vaya si lo iba a hacer.

    Así era su rutina todas las mañanas desde que se mudó al pequeño piso. Como vivía solo, tuvo que acostumbrar a su cuerpo a aguantarse las ganas de desayunar hasta después del paseo de Bobby, que solía durar una media hora. Eso si no se encontraba a Blacky o Lulú, dos labradores que se llevaban muy bien con Bobby y que cada vez que se veían era de obligada costumbre echarse un par de carreras para ver quién se cansaba antes. Una de las veces, mientras Lulú estaba tirada en el suelo y Blacky y Bobby le mordían las orejas, se acercó un pastor alemán de tamaño mediano que no conocían. Les estuvo oliendo durante unos segundos, y antes de que su dueño pudiese frenarle, abrió la boca y se lanzó a por Blacky. El pobre labrador se quedó paralizado, y si no llega a ser por Bobby, que se interpuso entre ellos y consiguió tumbar al pastor alemán, tal vez la situación hubiese terminado mucho peor.

    —¡Muy mal, Rex! ¡Perro malo! —le decía el dueño mientras le atizaba con la correa— Verás cuando lleguemos a casa. ¡Eso no se hace!

    «Joder, si tratas así al perro normal que se lance a morder», pensó Marcos en aquel momento. Cuando se acercó a comprobar que Bobby estaba bien vio que tenía una pequeña fisura bajo el ojo derecho, que sangraba sutilmente. Aunque la herida no fue a más, le dejó una cicatriz permanente al perro.

    Marcos recordó esta anécdota al observar el retrato de Bobby que tenía sobre la mesa de la cocina. Se lo regaló su prima Lucía, que era ilustradora, y calcó a la perfección cada detalle del perro: los ojos color negro azabache, las manchas marrones características del Jack Russell terrier y esas orejas caídas que le otorgaban a Bobby un aspecto dulce y tierno. Incluso agregó al retrato la cicatriz de aquel incidente con el pastor alemán, que ya pasó a ser un rasgo característico del animal.

    Cuando hubo terminado de cortar la salchicha y meter todos los trozos en la bolsa de entrenamiento, Marcos se la colgó del pantalón y fue hasta el salón. Allí, en un pequeño armario al lado del sillón guardaba todos los accesorios de Bobby. Cogió su collar, la correa y las bolsas de excrementos, y con todo ello se dispuso a salir del piso.

    En el rellano se acordó de que no llevaba la pelota de tenis, y aunque dudó si volver a por ella o no, decidió dar la vuelta y deshacer lo andado. Si no estaban Blacky o Lulú, tenía que conseguir que Bobby se cansase lo más posible, y eso sin la pelota era una ardua tarea. Buscó en el salón; nada. Buscó en la cocina; nada. En el pasillo; tampoco. Finalmente, se adentró en su dormitorio. No recordaba haberla visto por ahí, pero era el único lugar que le quedaba por registrar.

    —Bobby, me da a mi que te has quedado sin pelota, chico —dijo Marcos tras recorrer cada centímetro del suelo de su caótica habitación, sin resultado alguno —. Como no esté por aquí, no sé dónde…  

    Y entonces ocurrió. 


    (Continúa en: https://oliverpickles7.blogspot.com/2022/01/marcos-y-bobby-parte-2-un-recordar.html)



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    Oliver Pickles Escritor novel ¦ Lector veterano

    Aunque mi nombre no es Oliver Pickles, me parece un pseudónimo tan gracioso que, con vuestro permiso, voy a usar para firmar todo aquello que escriba.

    Soy un chaval de 22 años apasionado de la lectura, y recién estrenado en la escritura.

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