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Oliver Pickles

Jorge Luis Borges decía: «El verbo "leer", como el verbo "amar" y el verbo "soñar", no soporta el modo imperativo». Así que si quieres, y solo si quieres, te invito a adentrarte en las historias que escribe este chaval apasionado de la lectura.

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    "De bueno eres tonto"


    “De bueno a veces eres tonto”. ¿Cuántas veces hemos escuchado esa frase de mierda? ¿Cuántas veces nos la hemos dicho a nosotrxs mismxs? ¿Cuántas veces hemos sentido miedo antes de hacer algo bueno por si acaso se volvía en nuestra contra? Demasiadas. Y ya es una frase que ha pasado a convertirse en expresión; la damos por hecho sin pararnos a reflexionar en lo que significa.

    “De bueno eres tonto”. O sea que, por ser buena persona, eres alguien tonto, ¿no? Y una mierda. La bondad nunca puede ser un defecto. Me niego a aceptarlo. Todos hemos dicho esta frase alguna vez, y en la gran mayoría de ocasiones en un contexto en el que, por haber sido buena persona o haber realizado un acto considerado bondadoso, se han aprovechado de ti. Y ahí es cuando entra el: “es que de bueno soy tonto”. No, perdona, tonta es la otra persona que ha decidido aprovecharse de una cualidad que hoy en día escasea por todos lados. La tonta no eres tú, que no te mientan. No caigas en la trampa.

    Pareciera como si nos quisiesen hacer pensar que ser bondadoso solo trae cosas malas, consiguiendo así que la desconfianza y la crueldad vayan poco a poco dominando la psique humana. Ana Milán dice que la bondad es el mejor superpoder que existe. Y estoy de acuerdo. La definición de superpoder es una cualidad o habilidad excepcional que ningún otro ser humano posee. La bondad es una pulsión que reverbera en lo más profundo de ti, y que nos han enseñado a despreciar, a controlar. A no fiarnos de ella.

    Por favor, dejemos de decir que a veces ser bueno es sinónimo de ser estúpido. Nos están enseñando a ver una cualidad magnífica como una debilidad, algo que debemos frenar y de lo que debemos tener mucho cuidado. Porque si eres demasiado bueno, eres tonto.

    ¿Cuál es el problema, bajo mi punto de vista? Que esa idea está impregnada de miedos e inseguridades, sobre todo del temor a ser ingenuo. Pero, ¿qué es la ingenuidad sino mera curiosidad? Vivimos en una sociedad en la que tenemos que saberlo todo, que entenderlo todo, que tomar las decisiones correctas sin dejar margen a equivocarnos. Porque eso se está convirtiendo en una normalidad impuesta, en un ideal imposible de alcanzar.

    ¿Cuántas veces nos han hecho sentir mal por haber sido buenas personas? ¿Cuántas veces, tras haberse aprovechado de nosotros, hemos pensado: “no vuelvo a caer en la trampa”? Muchas. Demasiadas. Tantas que, llegado un punto, la desconfianza se apodera de nosotros y reprimimos esa parte bondadosa para protegernos. El problema es que, en el preciso instante en que decidimos dejar a un lado la bondad para sustituirla por recelo, ahí sí hemos caído en la trampa.

    Para mí, ser bondadoso es ver el alma de los demás, saber apreciarla y quererla. Es esa ingenuidad, esa curiosidad que nace del no saber cosas. Es ser vulnerable y no tener miedo de serlo. Es confiar. Y si advierto que alguien me puede hacer daño usando mi bondad contra mí mismo, me cuido y me protejo, pero no me esfuerzo por adelantarme y ser más listo que el otro. No. No quiero construir mi vida alrededor de la anticipación, del intentar controlarlo todo y de ponerme escudos para que nadie pueda hacerme daño. No quiero ser el mejor, ni ir por delante de nadie. No quiero desconfiar. Quiero ser bueno sin tener miedo de serlo. Sin que me tachen de tonto.

    Porque de bueno no se es tonto. Se es humano.


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    7. La cicatriz


    Un dolor muy intenso en la cabeza. Los músculos agarrotados, la nariz taponada. Mis dedos cerrados alrededor de lo que parecía un libro.

    Cuando conseguí abrir los ojos, me encontré en un espacio cuadrado bastante pequeño; estaba tirado en un suelo negro, y una luz que venía del techo iluminaba la estancia. Deduje que estábamos en el ascensor, aunque no se notaba ningún movimiento. Al mirar hacia arriba vi a Bárbara, intacta y colocándose el pelo en el diminuto espejo de pared. Traté de incorporarme, pero me dolía mucho el culo; seguro que me saldría un moratón de la caída.

    Espera. La caída.

    Una niña ensangrentada. Un extraterrestre con cara de pulpo.

    Me puse en pie más rápido de lo debido, a lo que mi cabeza respondió con un mareo que casi me tira de nuevo al suelo. Bárbara me sujetó a tiempo.

    —¿Estás bien? —me preguntó.

    —Sí, sí, bien. ¿Tú? ¿Qué pasó al final?

    Ella frunció el ceño.

    —¿Al final de qué?

    —Cuando yo me desmayé. Te escuché correr hacia el armario y hablarle a Carrie mientras Cthulhu destrozaba la puerta.

    Un intenso dolor lacerante en la mano derecha reclamó mi atención. La cicatriz de la herida de cuchillo que me había provocado Bárbara en aquel mismo ascensor me palpitaba con fuerza. 

    —Wow. Sí que te ha afectado la caída, chico.

    Me puso la mano en la frente y negó con la cabeza.

    —No, fiebre no tienes.

    —¡Bárbara! No te hagas la imbécil. ¿Qué pasó con Carrie? ¿Y Dwarun? ¡Ah!

    Otra vez el dolor en la palma. Me presioné la herida con la otra mano para aliviar el escozor, con poco resultado.

    —Carrie está en el suelo. Ten cuidado, por favor, que bastante viejos están estos libros como para que los andemos estropeando aún más.

    Se agachó y cogió un ejemplar rojo con el título de Carrie impreso en letras blancas bajo el nombre de “Stephen King”, que ocupaba casi toda la portada. Un pequeño cementerio adornaba la esquina inferior derecha. Me entregó el libro y continuó atusándose el pelo.

    ¿Qué coño la pasa?

    El ascensor dio una pequeña sacudida y se puso en marcha. Yo me sujeté a las paredes con fuerza, esperando unos movimientos de montaña rusa que nunca llegaron. Tan solo subíamos, lenta y despaciosamente. Bárbara me miraba consternada.

    —¿Qué haces? —me preguntó.

    —¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Vas a hacer como si no hubiese pasado nada allí abajo?

    Más confusión en su cara. Aquello ya me estaba poniendo de los nervios.

    —Darío era tu nombre, ¿verdad?

    —No hagas como que no te acuerdas.

    —Darío —dijo ignorando mi último comentario—, te has dado un buen golpe en la cabeza. Nada más entrar, el ascensor pegó una bajada brusca y se quedó bloqueado. Suele pasar, está muy viejo y no lo usamos casi nunca. Tú te chocaste con la pared y caíste al suelo, inconsciente.

    —Venga ya, déjate de tonterías.

    —Cuando conseguimos llegar al sótano, cogí un botiquín y te limpié la sangre de la nariz y el corte ese de la mano. Intenté despertarte, pero estabas sopa, así que te dejé aquí y fui a buscar el libro que me habías pedido. Luego regresé y seguías inconsciente; pensaba subir a recepción para llamar a alguna ambulancia o algo, pero veo que ya no hace falta.

    Yo la miraba sin saber si me estaba vacilando o me decía la verdad. ¿Me lo había imaginado todo?

    No. No podía ser, había sido demasiado real.

    Además, todavía me dolía el culo de la caída y tenía el corte de la mano.

    El ascensor dio otra brusca sacudida y frenó. Las puertas se abrieron con un chirrido metálico; la intensa luz del sol, reflejada en el suelo de mármol, me obligó a entrecerrar los ojos.

    —Muchas gracias, Julián. Ya te puedes marchar —le dijo Bárbara al hombre que estaba sentado en recepción mientras caminaba hacia él.

    Él emitió un gruñido con la boca, señalando su muñeca. Bárbara sacó una llave de su bolsillo trasero y se inclinó sobre él.

    Clic.

    La espalda de la recepcionista me tapaba la visión, pero juraría que aquel era el sonido que hacían las esposas al abrirse. Bárbara guardó en el bolsillo lo que fuese que acababa de abrir y sujetó a Julián por el brazo, ayudándole a levantarse. Él emitió otro gruñido, frotándose la muñeca.

    —Exagerado, si no hemos tardado nada. Venga, sigue con tus tareas.

    Julián salió de detrás del escritorio, resoplando. Al pasar por mi lado, nuestra vista se encontró durante una milésima de segundo: sus profundos ojos negros se clavaron en los míos, y un terrible escozor acudió de inmediato a la cicatriz de mi mano.

    El tal Julián sacó una pequeña llave y la insertó en una cerradura bajo los botones; unos ruidos metálicos retumbaron tras las puertas, que se abrieron al cabo de unos segundos. Julián pasó dentro, volvió a meter la llave en otra cerradura, y justo antes de que las puertas se juntasen, juré que me guiñaba un ojo.

    —Déjame tu carnet, porfa.

    Tardé unos segundo en procesar la petición de Bárbara. Sin apartar la vista del ascensor, saqué mi cartera y le entregué el viejo carnet blanco y azul con la foto más fea que me podían haber hecho.

    —Perfecto. Pues lo tienes hasta el miércoles de dentro de dos semanas.

    Me entregó el libro con el carnet, me sonrió amablemente y se enfrascó en su ordenador.

    Así, sin más.

     

    Cuando crucé las puertas de cristal y salí al exterior, una ligera brisa de aire me removió el pelo. Me giré hacia la biblioteca una última vez, pensando que tal vez mi imaginación me había jugado una mala pasada. Estando ahí fuera, en mitad de la calle, parecía imposible que existiesen vampiros, monstruos extraterrestres, elfos con poderes, jinetes sin cabeza o niñas ensangrentadas con telequinesis.

    Mi estómago rugió de hambre. Enfrente estaba la cafetería a la que iba casi siempre, Roland Lee, así que me encaminé hacia ella. Dentro solo había una chica joven con una larga bufanda alrededor del cuello, tecleando en su ordenador. Me senté al lado de la ventana y pedí mi típico café con leche acompañado de una austera galleta salada.

    Pregunté por el baño.

    —Al fondo a la izquierda.

    —Muchas gracias.

    En el lavabo, sumergí la cara en agua fresca. Mi reflejo me devolvió una mirada penetrante; las ojeras se me marcaban bajo mis cansados ojos marrones, y tenía el pelo enmarañado. Intenté peinármelo con agua, pero el resultado quedó aún peor, así que me concentré en la pequeña línea roja de la palma de mi mano. Por mucho que Bárbara dijese que me había estampado contra la pared del ascensor, aquella cicatriz era demasiado perfecta para ser fruto de la casualidad. Sólo algo lo suficientemente afilado podía haberlo causado.

    Cuando salí del servicio, estaba tan inmerso contemplando la cicatriz que tropecé con alguien.

    —¡Cuidado!

    —¡Perdón! No te he visto.

    Era la chicha de bufanda larga y pelo rizado. Se agachó para recoger el contenido de la tote bag que llevaba colgada al hombro, que por mi culpa había tirado al suelo. Me agaché para ayudarla: un estuche azul, un pequeño neceser, un paquete de pañuelos.

    —Disculpa de nuevo.

    —Hasta luego —dijo ella mirando hacia el suelo, y se encaminó hacia la puerta de salida, apresurada y resoplando.

    Joder, ni que la hubiese empujado aposta.

    Al ir a sentarme en mi sitio, con la mente todavía en aquella antipática chica y sus prisas por huir de mí, resbalé con un escalón surgido de la nada. No me caí de puro milagro, pues pude agarrarme a la mesa antes de chocar con el suelo y pegarme otro culetazo. El camarero hizo ademán de ayudar, pero le dije que estaba bien y que había sido un susto. Cuando miré hacia abajo para ver cuál había sido la razón de mi tropiezo, no encontré ningún escalón; en su lugar, había un pequeño objeto rectangular con letras blancas sobre fondo verde. Un libro viejo.

    El Sacrificio de Phyrine, de Hugo Swaddler.

    Mi corazón comenzó a palpitar como los zapatos de un bailarín de claqué contra el suelo. Sentí como si me acabasen de verter por encima un cubo de agua helada.

    No puede ser.

    La puerta de la cafetería se abrió de nuevo y entró la chica de antes con cara de susto. Cuando me vio con el libro, vino directa hacia mí.

    —Menos mal, pensaba que lo había perdido.

    —¿Es de la biblioteca? —le pregunté, tragando saliva para deshacer la bola que se había formado en mi garganta.

    —Sí. Lo cogí hace unas semanas. Está muy bien, la verdad —dijo mientras hacía girar el libro en sus manos. Parecía que el enfado había sido sustituido por alivio.

    Hubo un silencio incómodo, en el que yo continué contemplando el libro y ella miraba la cafetería en busca de algo que la ayudase a salir de aquel aprieto.

    —Bueno, muchas gracias por encontrarlo. Y disculpa mis maneras de antes, me has pillado desprevenida —dijo con una sonrisa fugaz, mientras alargaba la mano para estrechar la mía.

    —Nada, no te preocu…

    Al ir a juntar las palmas, ambos nos fijamos en lo mismo: la cicatriz. Una pequeña línea roja en la palma de nuestras manos.

    Nos miramos a los ojos. Ella se fue corriendo. Yo me quedé allí de pie, plantado.

    De nuevo, aquella sensación de parálisis me dominó. Notaba un frio irracional por todo el cuerpo, como si mi sangre se hubiese congelado y su flujo se hubiese detenido. Mi mente, al principio inactiva, comenzó a trabajar a toda velocidad, buscándole una explicación racional a lo que acababa de ver. Sabía que sólo existía una razón, pero, de alguna manera, mi cerebro se negaba a aceptarlo.

    El sonido de cerámica contra madera me devolvió a la realidad. El camarero había dejado mi taza de café en la mesa, y mis ojos contemplaron el humo que emanaba de la sustancia marrón.

    La mirada de aquella chica lo había dicho todo. La comprensión, el terror. La incertidumbre de no saber si había sido real o producto de nuestra imaginación. Las ganas de que fuese mentira y verdad a la vez. Pero ambos teníamos la misma cicatriz. Del mismo tamaño. Y en la misma mano.

    ¿A ella también le escocerá cada vez que habla de lo que vio allí abajo?

    Le eché un último vistazo a la fachada de la biblioteca. ¿Cuántos secretos podía esconder un simple edificio? Es verdad que aquel lugar era la única estación a cualquier destino de tu imaginación, y aquello lo convertía en un lugar mágico.

    ¿Pero tan mágico?

    Tras varios segundos más de reflexión, decidí prometerme a mí mismo que intentaría olvidar todo lo sucedido. Así que cogí el libro de Carrie y comencé a leer. Un pequeño hormigueo me recorría la espina dorsal, poniéndome los pelos de punta. Sé que suena extraño, pero sentí que entre mis manos tenía una historia abandonada y perdida, y que yo, tan solo abriendo sus páginas, estaba a punto de devolverla a la vida. 


    FIN


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    6. El Terror

    Un humo tan denso como la niebla nos dio la bienvenida. Escuché cómo Bárbara cerraba la puerta tras de mí y se agarraba a mi hombro más fuerte de lo normal.

    Ella también está acojonada.

    Normal, porque el panorama que teníamos delante parecía sacado de una película de terror. Un largo y estrecho pasillo con varias puertas a los lados, que terminaba en una amplia estancia con chimenea. Al fondo, una escalera llevaba hasta el piso superior. Hasta aquí, todo más o menos normal.

    Lo terrorífico eran los sonidos. Con cada paso que dábamos, la madera crujía bajo nuestros pies. Un constante pitido agudo parecía venir del aire, acompañado de una música a piano procedente del piso de arriba que le otorgaba a la escena un tinte aún más espeluznante. Según íbamos avanzando, escuchábamos risas, gritos o llantos tras cada una de las puertas cerradas. Todo esto acompañado de un humo fantasmal, acordémonos.

    Total, que Bárbara y yo acabamos agarrados como dos críos pequeños sin querer avanzar.

    Bueno, vale. Yo más que Bárbara.

    En realidad, ella iba delante con la cabeza bien alta y sin titubeo alguno, y yo detrás, temblando y estrujándole la mano.

    Pero ese dato no es relevante.

    Cuando llegamos a mitad del pasillo, noté algo a mis espaldas. Con un grito muy poco digno, me agaché con los brazos en alto y cerrando fuerte los ojos, dispuesto a protegerme de cualquier criatura fantasmal.

    —Es un gato, Darío —dijo Bárbara, riéndose.

    Todavía en el suelo, entreabrí los ojos y comprobé que, efectivamente, era un gato gris saliendo de una de las puertas. Pero no cualquier gato.

    —No es cualquier gato, Bárbara —dije mientras me incorporaba y trataba de alejarme de él—. Es Church. El de Cementerio de Animales.

    No me preguntéis por qué lo sabía, pero lo sabía.

    —¿Cómo lo sabes?

    —Porque lo sé.

    Bárbara se encogió de hombros y continuó andando. Yo me pegué a ella sin dejar de mirar hacia atrás. Notaba cómo los ojos de aquel maldito gato muerto estaban clavados en mí.

    Llegamos hasta el final del pasillo, donde se encontraba el salón. Un fuego crepitaba en la chimenea y creaba alargadas sombras en la pared. Una enorme alfombra peluda cubría la mayor parte del suelo, amortiguando el sonido de nuestros pasos. Había una televisión antigua con la estática encendida y una larga mesa servida con cubertería de plata; en el centro, un cochinillo esperaba ser devorado por los invisibles huéspedes. La estancia no tenía ventanas, pero un frío recorría todos mis huesos y me hacía tiritar constantemente.

    —Darío, ni se te ocurra mirar a la televisión.

    Y cómo no, miré a la televisión.

    —Si te quedas mucho rato mirando la estática, puedes llegar a desaparecer.

    Aparté la mirada. Me había convencido.

    —B-Bárbara… ¿Qué estamos buscando en concreto? ¿Alguna estantería con libros? ¿Una pe-pequeña biblioteca? —pregunté, analizando la empapelada pared. No había ni una sola estantería; en su lugar, decenas de cuadros (la mayoría torcidos) adornaban la estancia y le daban al salón un tono tétrico.

    —Nada de eso. ¿Tú querías el libro de Carrie, no?

    —Sí, pero por querer pre-prefiero salir de aquí cuanto…

    —Entonces tenemos que encontrarla a ella.

    ¿Cómo?

    —¿Cómo? —pregunté—. ¿Encontrarla a ella? ¿Eso qué quiere de-decir?

    —A Carrie. Tenemos que encontrarla.

    Antes de que me diese tiempo a replicar, el sonido de unos cascos de caballo contra el suelo de madera nos hizo darnos la vuelta. Provenían del pasillo, pero no se veía más que oscuridad.

    —No te asustes, simplemente es…

    Un caballo con jinete salió de entre las sombras e irrumpió de golpe en el salón. Yo me agaché tras uno de los sillones y me cubrí las manos con la cabeza, en una espectacular demostración de agilidad y cobardía.

    A la mierda toda dignidad.

    Los pasos del animal frenaron; ahora solo se escuchaba su respiración, y un sonido de fricción de telas. Tras unos segundos:

    —Lo siento mucho, pero no hemos visto ninguna cabeza.

    La voz de Bárbara sonó templada y tranquila, pero me resultó inevitable alzar mi cabeza y echar un vistazo. ¿Qué es lo que vi? A estas alturas no se si os sorprenderá, pero creedme que verlo no es lo mismo que describirlo.

    Un majestuoso caballo se encontraba frente a Bárbara, inmóvil como una estatua. Subido a la montura, el cuerpo de un hombre vestido con una larga capa de viaje. Sus manos agarraban la brida con suavidad, y sus pies reposaban en los estribos. ¿Su cara?

    Buena pregunta. Del cuello asomaba la más escalofriante nada. No tenía cabeza.

    —De acuerdo, si la vemos le avisaré. Sin problema. Ah, una cosilla, ¿me podría usted decir dónde se encuentra Carrie?

    El jinete decapitado alzó una mano hacia el techo y luego señaló uno de los armarios del salón.

    —De acuerdo, muchísimas gracias. ¡Suerte con la búsqueda de su cabeza!

    Con un sacudir de las bridas, el caballo echó a galopar pasillo arriba y se perdió en la oscuridad.

    —¿Qu-qué coj-cojones e-era eso? —pregunté, todavía parapetado detrás del sillón.

    Bárbara se giró hacia a mí y pude notar cómo reprimía una sonrisa.

    —Un jinete sin cabeza en busca de su cabeza. 1820, La leyenda del jinete sin cabeza, escrito por Washington Irving.

    Ah, claro. Cómo no había caído…

    —¿Y qué hacía aquí? —pregunté mientras me incorporaba, sacudiéndome el polvo de la ropa. La cicatriz de la mano me escoció un poco con el movimiento.

    —Está en su universo. Darío, hemos entrado a Terror; aquí se encuentran todos los personajes más terroríficos de la literatura universal —dijo como si nada—. Pensé que te habías dado cuenta.

    —¿Me estás queriendo decir que en esta casa hay monstruos?

    —No pueden hacerte nada.

    —¡Ah, vale, qué alivio! Estas de puta coña, ¿no?

    Bárbara caminó hacia el pasillo ignorando mi último comentario.

    —Eres tú el que quería leer un libro de terror. Apechuga.

    —Claro… ¡Cómo no iba a caer en que, para coger un puto libro de la biblioteca, tendría que enfrentarme a gatos muertos y jinetes sin cabeza! ¡Qué iluso de mí! Oye, espérame… ¿Adónde vas?

    Se había adentrado en la oscuridad del pasillo.

    —A por tu libro. Se ve que Carrie está arriba escondida en un armario. ¿Vienes o te quedas ahí plantado?

    Con un resoplido por respuesta, la seguí hasta el borde de la escalera y me pequé a ella. El pasamanos de madera estaba lleno de polvo, así que evité tocarlo y me concentré en la espalda de Bárbara. Cada escalón que subíamos provocaba un crujido que retumbaba en toda la casa.

    —¿Estás segura de esto?—susurré. Bárbara asintió.

    Al terminar el tramo de escaleras, otro pasillo se abrió ante nosotros. Las paredes empapeladas tenían rastros de arañazos y manchurrones de una sustancia indescifrable, y el aire, infectado de moscas, transportaba un olor nauseabundo. Una lámpara de aceite colgaba del techo lleno de telarañas. De la puerta más cercana se escuchaba un piano, y al asomarme me fijé en que no había nadie sentado: las teclas se movían solas.

    Me pegué aún más a Bárbara.

    Unos metros por delante, una figura de espaldas se encontraba plantada en mitad del pasillo, justo debajo de la lámpara. Bárbara se detuvo.

    —Disculpe, ¿ha visto usted a una niña ensangrentada por aquí?

    La figura se dio la vuelta a cámara lenta. Tenía la apariencia física de un aristócrata algo anticuado, con un espeso bigote blanco y barba puntiaguda. Sus ojos reflejaban una demencia alarmante, pero sonrió y dijo con voz grave y acento rumano:

    —Buenas noches, bella dama. Caballero. ¿Qué les trae por esta humilde morada?

    —Como le dije, estamos buscando a una niña llamada Carrie. Está cubierta de sangre, así que seguro que sabe dónde está. Ya sabe, por… —Alzó una mano señalándose la boca—. Bueno, no tenemos mucho tiempo, si pudiese decirnos en qué habitación se encuentra, se lo agradecería enormemente.

    —¿Tiempo? El tiempo no existe, jovencita. No es más que un invento para esclavizarnos.

    Aquel hombre se iba acercando lentamente. La luz proveniente del techo le creaba unas sombras bajo los ojos, la nariz y la boca, que le hacían parecer inhumano.

    —El tiempo solo está presente en el cerebro del individuo. Un ser sumamente interesante, el humano… Huesos, cartílagos, venas, arterias y un sinfín de sangre bajo unas infames células. Todos esos elementos trabajando a la vez, compenetrados para hacer funcionar una maquinaria tan compleja. Fascinante… El único problema es que necesita un motor. Y ese motor, aceite. ¿Tenéis hambre?

    Yo negué con la cabeza. Aquello no me estaba gustando nada.

    —Una pena. ¿Escucháis eso? —El hombre se llevó una mano a la tripa—. Mi motor lleva meses sin aceite, y creo que va siendo hora de alimentarlo un poco. ¿No crees, Cthulhu?

    Del fondo del pasillo llegaron unos sonidos particularmente extraños. Hasta ese momento no me había fijado porque toda mi atención estaba puesta en el hombre creepy, pero detrás de él apareció una criatura extraordinariamente horrorosa.

    Del tamaño de un elefante, su cabeza parecía la de un pulpo asqueroso, con varios tentáculos sobresaliendo de sus mandíbulas. El cuerpo era claramente humano, pero desproporcionadamente grande, y unas alas de dragón asomaban de su espalda, plegadas. Los ojos, rojos como la sangre, parecían ávidos de alimento.

    —Conde Drácula, sabe que no le va a funcionar el jueguecito —dijo Bárbara. No se había movido del sitio; sin embargo, un ligero tembleque en la voz delataba su nerviosismo—. Así que, por favor, le pido que nos deje pasar y nos ahorre tiempo.

    —Ay, señorita… Cuánto me agrada ver que los humanos seguís siendo tan ingenuos. La de errores que cometéis, y seguís tropezando con la misma piedra. El aprendizaje escasea en los de vuestra especie, cosa bastante normal teniendo en cuenta la limitada…

    El conde Drácula —¿en serio aquel aristócrata anticuado era el famoso vampiro?— continuó hablando, pero algo en el comportamiento de Bárbara me llamó la atención. Se había llevado las manos a la espalda lentamente y estaba alzando un dedo índice y señalando a la derecha. Yo giré la cabeza y entendí lo que quería decir. Luego cerró todos los dedos menos el índice, luego el índice y el medio, y después el índice, medio y anular.

    A la de tres.

    —… razón por la cual jamás podréis evolucionar hasta alcanzar la plena perfección. Una lástima.

    —Toda la razón, señor conde. Pero nosotros podemos salir de aquí, y usted no.

    Ups.

    Bárbara alzó el dedo índice. Una.

    La cara de Drácula se torció en un gesto amenazante que pronto se convirtió en una sonrisa condescendiente. La chica había metido el dedo en la llaga, y lo iban a pagar caro.

    Dedo índice y medio. Dos.

    —Cthulhu. Adelante, por favor.

    La criatura extraterrestre había estado inmóvil hasta que el conde pronunció su nombre. Sin previo aviso, Drácula se hizo a un lado y Cthulhu se abalanzó a por nosotros.

    Dedo índice, medio y anular. Tres.

    Cogiendo impulso, me lancé hacia la puerta que quedaba a mi derecha, abriéndola de un golpe y cayendo sobre mi hombro. Inspeccioné rápidamente la habitación en busca de un armario, pero tan solo había una cama con dosel. Bárbara había hecho lo propio en la puerta de la izquierda, de manera que la criatura monstruosa pasó de largo y nos perdió de vista unos instantes hasta comprender qué había sucedido.

    Cuando lo entendió, ya era tarde. Bárbara negó con la cabeza, dándome a entender que en su habitación tampoco había armarios, y ambos echamos a correr hacia el final del pasillo, empujando al conde contra la pared —que no se lo esperaba— y entrando en la única puerta que nos faltaba por comprobar.

    Bárbara la cerró con fuerza y se apoyó en ella.

    —Rápido, busca el armario.

    Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Aquella estancia era la más grande de la casa, y tenía una gran cantidad de muebles cubiertos con sábanas blancas. Empecé a tirar de las mantas, descubriendo estanterías y cajas de cartón apiladas, pero ningún armario.

    —Darío, haz el favor de darte prisa.

    Un estruendo contra la puerta me dio a entender que Cthulhu estaba intentando entrar. Había conseguido asomar un tentáculo por el hueco y buscaba la cara de Bárbara.

    —¡Vamos!

    Yo seguí tirando de sábanas sin control alguno hasta que di con un armario pegado a la pared. No era muy alto, y tenía doble puerta de madera.

    —¡Aquí está!

    —Ábrelo y la encontrarás.

    —¡¿Y qué hago?!

    —¡Tan solo tócala con la mano! ¡Se transformará en un ejemplar del libro!

    Con un ligero titubeo, alcancé el pomo de metal y lo giré. Con un chirrido, la puerta del armario se abrió y dejó al descubierto a una niña pequeña, sentada en el suelo empapada en sangre y maldiciendo en voz baja. Había estado llorando. Cuando alcé la mano para tocarla el hombro, ella fijó sus ojos en los míos. De inmediato, noté una sacudida en el estómago y me encontré suspendido en el aire, como si unos hilos invisibles me hubiesen alzado, para luego caer de golpe contra el suelo. Todo se volvió borroso.

    Tan solo recuerdo escuchar un grito de Bárbara. Noté cómo se alejaba de la entrada y corría hacia el armario, mientras Cthulhu destrozaba el marco de la puerta para poder entrar por el estrecho hueco.

    Luego, una voz suave tratando de calmar a la niña, asegurándole que no la iba a suceder nada malo. Pasos que venían del armario y se acercaban a mí.

    El rostro de una niña con el vestido manchado de sangre.

    Bárbara cogiendo mi mano y rozando la mejilla de Carrie.

    Mis dedos sosteniendo un viejo libro.

    Oscuridad.


    (Continúa en: https://oliverpickles7.blogspot.com/2022/02/7.html)


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    5. La monstruosidad


    Y ahí me encontraba yo, buscando seres imaginarios por un gigantesco salón mágico acompañado de un elfo arbóreo, una bibliotecaria y un pequeño fuego azul que flotaba a mi lado.

    Menudo chiste.

    Después de que Dwarun consiguiese hacer hablar al gato de Cheshire, nos enteramos de que unos pequeños seres parecidos a saltamontes de no sé qué libro se habían colado por la ranura inferior de la puerta y la habían abierto a petición del Sombrerero Loco, que le había dado un arrebato de travesuras y quería salir a explorar el mundo real. Por suerte, instantes antes de cruzar la puerta se acordó que había dejado su sombrero a cargo de unos pajarillos para que creasen su nido dentro, y volvió a toda prisa a buscarlo, pues nadie podía verle sin su sombrero (su identidad dejaría de tener sentido: ya no sería el Sombrerero Loco, sino solamente el Loco, y bajo ningún concepto permitiría que alguien le llamase así).

    Sin embargo, varias de las criaturas habían aprovechado la ocasión para salir de su universo e intentar colarse en otros, sin éxito alguno, ya que afortunadamente las otras puertas estaban bien cerradas. En el rato que llevábamos buscando, además del gato, habíamos localizado a unas brujas que se encontraban pululando por el techo, a tres de los saltamontes extraños (más que saltamontes parecían cucarachas saltarinas, puaj) y a una golondrina con un gran zafiro en la boca. Gracias al bastón de Dwarun, conseguimos encerrarlas en esferas transparentes y devolverlas a su universo, asegurándonos de bloquear la pequeña puerta semicircular.

    —Santo Dios —suspiró Bárbara, secándose el sudor de la frente. Se había apoyado en la pared a descansar y tenía los mofletes rojos del esfuerzo, pues había estado varios minutos detrás de los saltamontes-cucaracha tratando de atraparlos con la mano. Una escena bastante graciosa, la verdad sea dicha—. Esto no está pagado…

    —No estamos seguros de haber finalizado la tarea —dijo Dwarun, soplando el humo que salía de la punta de su bastón—. Por lo que sabemos, podría haber alguna otra criatura escondida en este salón.

    —Pero si hemos revisado cada puñetera esquina. ¡Tres veces! —dije mientras me dejaba caer al suelo y apoyaba la espalda en una de las columnas—. Y pensar que yo solo quería un maldito libro…

    —¡Dios mío! ¡Es verdad!

    Bárbara se levantó de golpe.

    —No me puedo creer que se me pasase por completo. Tenemos que encontrar el libro cuanto antes, he dejado a… —pausa— Julián arriba a cargo del mostrador.

    Dwarun le lanzó una mirada cómplice; Bárbara se mordió los labios y asintió levemente.

    —En marcha, pues —dijo Dwarun, golpeándome con el bastón en la pierna—. No tenéis mucho más tiempo.

    Bárbara me agarró de la mano y me condujo casi al final del Salón de los Temas.

    —¿Hay algún problema? —pregunté. Aquellas prisas repentinas me resultaron un tanto inquietantes.

    —Sí.

    —Bárbara, cuidado con lo que dices —la voz del elfo sonó amenazante.

    —Qué más da, después de todo lo que ha visto —dijo ella—. Julián, el encargado de la limpieza, no es humano, sino que pertenece al Camposanto de los Libros Perdidos.

    —¿Es algún personaje de ficción?

    —Eso es.

    La pausa que siguió a esas dos palabras me hizo comprender que no me diría de qué personaje en concreto se trataba.

    —¿Y qué hace allí arriba?

    —Una historia demasiado larga. —Dwarun emitió otro gruñido, pero Bárbara hizo oídos sordos y continuó—. Para resumir: hace años, el ejemplar de su libro fue maltratado y lo devolvieron con varias páginas arrancadas. Lo llevaron de inmediato al sótano, donde el personaje principal del libro cobró vida y se negó a entrar en su universo, asegurando que estaba incompleto y que no pensaba regresar hasta que arreglasen aquel desastre que le habían provocado. Así pues, el jefe de aquel entonces le permitió colaborar con la biblioteca siempre y cuando respetase las normas, y sólo mientras su libro era restaurado.

    Pasamos junto a una puerta con varias “zetas” grabadas y de la que se escuchaban —lo juro— ronquidos que hacían retumbar el suelo.

    —Con el paso del tiempo, los empleados se acostumbraron a la compañía de Julián y se las ingeniaron para que su ejemplar no fuese recompuesto. De esa manera, les hacía compañía y, por qué no decirlo, les salía gratis la limpieza del edificio. Han pasado varios años y Julián sigue con nosotros; nadie se ha molestado en restaurar el libro y devolverle a su universo. El problema es que, desde hace unas semanas, le ha entrado una muy mala idea en la cabeza: intenta aprovechar cada oportunidad que tiene para escaparse.

    —¿Y cómo se te ocurre dejarle a cargo del mostrador? —le digo, mientras me fijo en que a otra de las puertas le han salido patas y ahora está intentando darnos alcance.

    —Tengo mis propios métodos para evitarlo.

    —Métodos un tanto rurales —añade Dwarun, que está apartando con el bastón unas ramas provenientes de otra de las puertas, las cuales intentaban robarle el sombrero.

    Bárbara sonríe.

    —Tal vez. Pero eficaces.

    Parece que hemos llegado a nuestro destino, así que me guardo mis palabras y contemplo la monstruosidad que tengo delante. Porque si hay algo para describirlo es, precisamente, ese término: monstruosidad.

    Lo primero, es una puerta, cosa poco sorprendente a estas alturas.

    Lo segundo, es negra con tintes metálicos y de ella emana un humo negro un tanto molesto. Varias arañas recorren su superficie tejiendo sus telas, al más puro estilo Halloween.

    Pero es lo tercero lo que me revuelve la tripa.

    Supura sangre.

    O eso parece. Por si acaso, lo pregunto.

    —¿Eso es sangre?

    —Me temo que sí —responde Bárbara. No parece que le haga mucha gracia tampoco.

    Joder. Cuando crees que ya no te puedes sorprender más, zasca.

    —No tenéis mucho tiempo. Dejaos de cháchara y entrad a buscar el libro, rápido —dijo Dwarun—. Y recordad, tan solo podéis coger uno. Aseguraos de que es el correcto.

    Bárbara asintió y se aproximó a la puerta. Esperó a que una araña dejase de corretear por el pomo para abrirlo.

    —¿Tú no vienes con nosotros? —le pregunto al elfo, pues su compañía, aunque un tanto perturbadora, me estaba empezando a resultar agradable.

    Y por qué negarlo: tenía un bastón capaz de encender fuegos y crear jaulas esféricas transparentes. Visto lo visto, podía resultarnos muy útil.

    —No. Tengo prohibido atravesar cualquiera de los portales. Os esperaré aquí.

    Y sin más dilación, me empujó hacia la puerta sangrienta que Bárbara acababa de abrir.


    (Continúa en: https://oliverpickles7.blogspot.com/2022/02/el-camposanto-de-los-libros-perdidos_084236694.html)


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    Oliver Pickles Escritor novel ¦ Lector veterano

    Aunque mi nombre no es Oliver Pickles, me parece un pseudónimo tan gracioso que, con vuestro permiso, voy a usar para firmar todo aquello que escriba.

    Soy un chaval de 22 años apasionado de la lectura, y recién estrenado en la escritura.

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